Episode 2: English translation
Son los años 1950. El presidente de Cuba es Fulgencio Batista, conocido como “el Hombre”.
A principios de la década de 1950, Batista tomó pleno control del país mediante un golpe de estado. Tuvo el apoyo de los Estados Unidos y la inversión extranjera lo favoreció. Un enorme porcentaje de los campos de caña de azúcar, minas y servicios públicos de Cuba eran propiedad de empresas estadounidenses. Con el tiempo, Batista invirtió en infraestructura pública y negocios de juego de apuestas.
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Pero había también corrupción y malversación de fondos. Y la brecha entre los ciudadanos ricos y pobres estaba creciendo.
Si bien la gente de las ciudades vivía en general con cierta comodidad, sus compatriotas de las zonas rurales se morían de hambre. La policía secreta de Batista torturaba y mataba a sus oponentes políticos.
Para fines de 1958, Batista estaba perdiendo la batalla contra rebeldes conocidos como el Movimiento 26 de julio. También estaba perdiendo apoyo popular en Cuba y el respaldo del gobierno de los EE. UU.
Entonces, temprano en la mañana del 1 de enero de 1959, Batista se subió a un avión con sus aliados y ayudantes —y millones de dólares— y huyó del país.
Después de años de tener el control en Cuba, el Hombre se había marchado.
Ricardo Gonzalez tiene una historia acerca de ese día. Tenía 12 años.
Gonzalez creció en Camagüey, Cuba. Es residente de Madison desde hace muchos años que alguna vez formó parte del Consejo Común de la ciudad.
En 1959, era monaguillo en una capilla cerca de su casa.
“El 1 de enero es un día santo de precepto para la Iglesia Católica, lo que significa que hay que oír misa entera. De modo que yo tenía que ir a la capilla a preparar la misa de ese día”, dice Gonzalez. “Al salir de mi casa, me topé con el sereno, que era como un guardián nocturno del vecindario, y que justo estaba parado frente a nuestra casa.
Cuando salí, me dijo, ‘Cayó Batista’. E inmediatamente supe de qué se trataba, aunque no supiera mucho sobre las noticias ni nada por el estilo”.
Gonzalez corrió a la capilla y empezó a tocar las campana sin parar, tanto que la cuerda se rompió. Dice que todo el vecindario se despertó con la noticia y comenzó a hablar de lo que había ocurrido.
“Y después de eso”, dice Gonzalez, “puse en mi bicicleta una bandera cubana y una bandera del Movimiento 26 de julio que había hecho yo mismo. Recorrí el vecindario celebrando el triunfo de la revolución”.
El líder de esa revolución —y del gobierno que siguió— era el joven Fidel Castro: el hombre que pasaría a convertirse en comandante, primer ministro y presidente de Cuba.
Castro y su revolución estaban en todos lados. Y cambiarían la vida de todos.
Castro prometió una utopía revolucionaria. Pero Omar Granados, un profesor asociado de Español y Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Wisconsin- La Crosse y copresentador de “Uprooted“, dice que llegar allí significaba sacrificio.
Algunos, incluidos muchos cubanos acaudalados, temieron el cambio al comunismo y dejaron el país casi de inmediato (como la familia de Gonzalez, que vino a los EE. UU. en 1960).
Décadas más tarde, los cambios producidos por la revolución llevaron también a que casi 15,000 refugiados cubanos vinieran a Wisconsin como parte del éxodo de Mariel de 1980.
El éxodo de Mariel fue la primera manifestación pública importante contra el gobierno revolucionario de Castro, dice Granados.
El éxodo de Mariel significó, de algún modo, el principio del fin de la utopía revolucionaria de Castro, dice Granados.
El cambio al comunismo en Cuba después de la revolución brindó a la larga atención médica y educación gratuitas, y viviendas subsidiadas para sus ciudadanos. El gobierno comenzó también a regular y operar negocios, redistribuir tierras y controlar los medios.
Los ciudadanos habían estado viviendo como capitalistas por décadas. De pronto, dice Granados, hubo un cambio traumático en cada aspecto de la vida.
La infancia en la Cuba comunista
Una persona joven a quien la revolución afectó fue Ernesto Rodriguez, que ahora vive en La Crosse.
Cuando Rodriguez tenía 10 años y vivía en la provincia de Camagüey, él y sus amigos faltaban a la escuela. Le gustaban más historia y geografía, así que cuando llegaba la hora de la clase de matemática, salía de la escuela y se iba al río con sus amigos Rodriguez y sus amigos corrían carreras haciendo la vertical. Y apostaban dinero.
“El que llegaba al río primero, se llevaba todo el dinero”, dice Rodriguez. “Gané como tres veces. La primera vez, gané como $7. La última vez, gané $12 porque todos los chicos querían hacerlo. Y te puedes ganar a la chica”.
Era solo un niño en ese momento, obteniendo la atención de las niñas y ganando bastante dinero corriendo carreras haciendo la vertical en la Cuba revolucionaria. Pero ya sea que el Rodriguez de 10 años lo supiera o no, la revolución estaba teniendo un gran impacto en su vida.
Lillian Guerra es profesora de Historia Cubana y del Caribe en la Universidad de Florida. Es escritora y ha escrito extensamente acerca de Cuba, Puerto Rico y Latinoamérica. Ha vivido en Cuba y obtenido un doctorado en historia en UW-Madison.
Dice que la revolución se filtraba en cada aspecto de la vida.
“El resultado es que tenías una especie de florecimiento, muy intenso, del estado en tu vida, y en cada rincón y recoveco de tu identidad, en especial si eras una persona joven. De modo que el estado comenzaba a ser parte de tu vida de una manera que era inevitable”, dice Guerra. “En los años 60, se esperaba que mostraras cada vez más que eras un patriota.
Se suponía que fueras miembro del Comité de Defensa de la Revolución. Se suponía que hicieras turnos como guardia de noche o de día. Se suponía que dieras sangre. Se suponía que hicieras trabajo voluntario a través de tu lugar de estudio o trabajo. Se suponía que fueras miembro de diversas organizaciones que tuvieran eco en tu identidad”.
Las expectativas y objetivos continuaban evolucionando, lo que era aparente para los jóvenes que estaban estudiando. Tenían que renunciar a sus propios sueños por el proyecto común. Y en los años 1970, la presión aumentó.
“Y al llegar 1973, de pronto la meta del sistema educativo se convierte en desarrollar una personalidad comunista en cada niño con un contenido preciso y específico”, explica Guerra. “Así que eso significaba no solo que hubiera una intensificación y vigilancia de las ideas en los lugares de estudio, sino que las escuelas también te separaban, te alejaban de tus padres deliberadamente para que no tuvieras una mentalidad burguesa ni ningún legado de esa forma de pensar que pudiera contaminar tu compromiso ideológico con la revolución y el comunismo”.
Granados dice que la revolución se promocionaba como algo transformacional, pero era limitante.
“No podías aprender sobre música, sobre el movimiento hippie, sobre el movimiento de derechos civiles, sobre los Beatles”, dice. “Porque esas cosas entraban en conflicto con la revolución”.
Y para fines de los años 1970, vino una generación que se había hartado de ese control.
“Tenían también muy poca elección sobre lo que iban a hacer, cómo se iban a vestir, qué tipo de música iban a escuchar, con quiénes podían pasar tiempo, a quiénes podían amar, y todo eso estaba constantemente reenfatizado y vigilado”, dice.
La raza en Cuba
Fuera de las aulas, se estaban estableciendo otros cambios causados por la revolución, tal como un cambio en la dinámica racial.
Guerra dice que a principios de la revolución, el gobierno de Castro tomó medidas que muy públicamente pusieron el tono en los asuntos raciales: Eliminó la segregación en las playas y las hizo públicas en 1959.
“Eso significó que personas blancas racistas que nunca habían tenido que mezclarse con personas negras ahora lo estaban haciendo. Y algunas personas realmente se dieron cuenta, en especial los jóvenes, que ese era el marcador, el sello distintivo del cambio”, dice Guerra.
Además de hacerlo en las playas, el gobierno eliminó la segregación en lugares como instituciones educativas, clubes náuticos y negocios. En consecuencia, la raza se convirtió en un factor clave de la forma en que los cubanos percibían la calidad del cambio.
El país se estaba ocupando del asunto racial, observa Granados, pero a la gente no se le permitía realmente hablar de ello abiertamente. Dice que esas eran las políticas “indiferentes al color” de la revolución cubana: dar por sentado que todo el mundo era igual. Y esas políticas fueron parte del motivo de que muchos cubanos de raza negra se sintieran desilusionados.
“Destruyeron todos los clubes sociales negros y sociedades negras que habían sido la cúspide del empoderamiento de las personas negras por más de un siglo. Eliminaron todo eso porque… el gobierno debía controlar a la sociedad civil y ser el propietario, realmente, de todas las organizaciones que esta comprendía”, dice Guerra. “Así que para 1961, cuando Fidel Castro oficialmente adopta el socialismo y el comunismo, y el comunismo se eleva para convertirse en el Partido Comunista y en un factor esencial del estado, cuando todo eso ocurre, de repente la raza y hablar de la raza se convierten en tabú”.
En febrero de 1962, Castro dio un discurso de seis horas que se denominó “La segunda declaración de La Habana“, en el que declaró que la revolución había vencido al racismo.
Pero algunos cubanos negros no estaban de acuerdo.
“Cuando uno pregunta, ‘¿Por qué en los años 1970 los jóvenes negros se querían ir de Cuba a toda costa?’ Una de las principales respuestas es que, entre 1962 y 1980, los jóvenes negros —incluidos miembros del partido comunista, juventudes revolucionarias, cineastas, personas que se identificaban con la revolución— querían hablar de que la clase social no es lo único que impulsaba al racismo”, dice Guerra. “Querían hablar de todo eso, y era tabú, y se metían en problemas”.
Por esos motivos, explica Guerra, algunos líderes de esa sociedad revolucionaria negra fueron censurados, a algunos se los sometió a electrochoque en el Asilo Nacional de Demencia y a algunos los enviaron a campos de trabajo forzado.
Influencia de La escuela al campo y los militare
La revolución consideraba a la juventud como el eje de la fuerza productiva. Eso implicaba que la gente tenía que renunciar a su individualidad para producir para la revolución y contribuir a una sociedad comunista, dice Granados.
“Tenías que ser parte de una fuerza de trabajo focalizada en desarrollar el país”, dice. “En ese momento, en los años 1970, la revolución era todavía joven y con poca experiencia”.
Había una cantidad de programas que se implementaban en la vida de los jóvenes, incluido un compromiso político con la revolución, y participación en La escuela al campo.
Ya para 1966, La escuela al campo se había convertido en parte principal de la política educativa cubana y se esperaba que todos los alumnos urbanos de los primeros años de secundaria pasaran tiempo en zonas rurales.
Era principalmente para educar a la juventud en el amor por Cuba y el valor del trabajo. Y más específicamente, para enseñarles cómo eliminar las diferencias y disparidades entre las comunidades urbanas y rurales a fin de establecer más vínculos entre la vida escolar y la vida laboral: para instruir a una generación de niños que con el tiempo trabajaría para el proyecto revolucionario, explica Granados.
En La escuela al campo, los adolescentes tenían que cosechar tabaco, frutas y verduras. Granados dice que los jóvenes vivían en instalaciones de producción agropecuaria durante 45 días. Estaban separados de su familia. Descubrían también su sexualidad y el consumo de alcohol.
“No tenían ni idea de cómo usar un machete ni de qué era mejor para un cultivo u otro, de modo que era claramente malo para la producción”, dice Granados.
Pero el gobierno cubano veía también La escuela al campo como una experiencia educativa que mostraría a los jóvenes cubanos la importancia del trabajo, la comunidad y el compromiso social.
Otra experiencia que hizo un impacto en la vida de los adolescentes cubanos —la hizo entonces y la hace ahora— fue el servicio militar obligatorio. Los varones tenían que dar servicio al gobierno de algún modo, incluido tiempo con las Fuerzas Armadas Revolucionarias Cubanas.
“La preparación militar es algo que haces desde que eres un niño. Tomas las armas; podrán estar cargadas, pero aprendes cómo usarlas”, dice Guerra.
“El Ministerio de las Fuerzas Armadas (Revolucionarias) tenía un programa especial en el que miembros de las bases militares locales estaban concretamente incorporados en las escuelas. Se los llamaba ‘padrinos’ en esas escuelas”, continúa Guerra. “De modo que los niños, a partir de la época en que estaban en primero, segundo o tercer grado, tenían contacto directo con miembros de las fuerzas armadas y no cuestionaban el servicio militar”.
Servir en las Fuerzas Armadas cubanas en los años 1970 era una gran cosa. La amenaza de que los Estados Unidos invadieran Cuba era mucho más real en esos años de lo que es hoy en día. Y las necesidades económicas del país en los años 70 eran mucho más exigentes, o sea que los militares se convirtieron en una fuerza de trabajo.
Rodosvaldo Pozo sirvió en el Ejército Revolucionario Cubano.
Actualmente vive con Rodriguez en La Crosse. No solo comparten una vivienda; son prácticamente hermanos. Los dos crecieron en la provincia cubana de Camagüey, pero no se conocieron hasta tarde en su adolescencia.
“Pero yo era un poco malicioso, sabes”, dice Pozo. “Como dice Lady Gaga: ya nací así”.
A pesar de su malicia, Pozo era un alumno inteligente. Viene de una familia grande de Florida, Cuba: 11 hermanos y hermanas. Su padre era director de una banda y su madre era ama de casa.
Los padres de Pozo, Isabel y René, se divorciaron cuando él era un adolescente.
“Si bien mi mamá se volvió a casar, todos se llevaban bien con los demás”, dice Pozo. ” Su respeto y amor mutuo. ¿Sabes?… esa es una cosa que mi familia me enseño: Amor y amabilidad”.
Una vez que Pozo llegó a la adolescencia, se incorporó al Ejército Cubano. Pero no estaba muy entusiasmado con ser militar, ni admiraba al liderazgo comunista del país.
Cuando Pozo era un adolescente en los años 70, un oficial lo acusó de sabotear un campo de caña de azúcar con una bomba molotov. Como parte de su servicio militar, ese era un cultivo que se suponía que él protegiera.
Lo sentenciaron a 26 años de cárcel por ese motivo. La mayor parte del tiempo lo pasaba en régimen de aislamiento.
“Cuando vine aquí a Wisconsin, estaba en la cárcel por discrepar con el gobierno. Estaba en el ejército y estaba haciendo un montón de cosas… me acusaron de cometer sabotaje contra el gobierno”, dice Pozo.
Pozo no quiso decir si lo había hecho o no: “Bueno, no me gusta el gobierno cubano. Así que invoco la quinta enmienda”.
Quemar campos de caña de azúcar en Cuba conllevaba una sentencia severa porque el gobierno cubano intercambiaba azúcar con el gobierno sobiético por, bueno, todo, dice Granados.
Rodriguez también tenía que cortar caña de azúcar por 10 horas al día en los años 70 como parte de su servicio militar durante la adolescencia. Después tenía cuatro horas de clases y las luces se apagaban a las 10 p. m. en punto. Si te sorprendían hablando, te amonestaban.
Pero Rodriguez terminó sancionado por otra cosa, algo que el ejército consideró mucho peor que hablar con los amigos después de que se apagaran las luces.
Cuando tenía 18 años y estaba en Camagüey, su padre falleció en el otro extremo de la isla, en La Habana. Rodriguez no pudo ir al funeral.
“No me dieron un pase para ir a ver a mi padre hasta que ya estaba enterrado”, dice Rodriguez. “Como tres o cuatro días después, fui a La Habana. Cuando llegué allí, me mostraron dónde estaba enterrado mi padre”.
Una vez que Rodiguez llegó a La Habana, solo tenía cinco días libres para el duelo. Después de eso tenía que volver a su unidad militar. Pero el gobierno no le había dado suficiente dinero para cubrir el viaje de vuelta. Solo tenía dinero para tomar un autobús para parte del trayecto.
Si no llegaba a tiempo, lo sancionarían. Por no decir que tenía muchísima hambre.
“Y cuando me bajo, o sea, no tenía dinero ni nada”, dice. “Empiezo a caminar y veo una bicicleta. Miro para todos lados y no veo a nadie. Y pienso, “bueno, puedo tomar la bicicleta e ir adonde necesito ir, y luego enviar la bicicleta de vuelta, o puedo dejar la bicicleta ahí”.
Pero justo antes de que saliera de la ciudad en la bicicleta, Rodriguez vio sirenas.
La Policía lo detuvo. Lo enviaron a la cárcel Kilo 7.
“Después de 11 meses estaba allí”, dice Rodriguez “Le dije a la gente… ‘Miren, yo solo robo; no mato a nadie. Solo robé la bicicleta porque quería llegar a mi unidad y no meterme en problemas’. Y me metí en problemas”.
Rodriguez dice que un juez lo dejó salir después de 11 meses. Dice que el tiempo que pasó en prisión fue de temer porque estaba rodeado de mucha “gente mala” y asesinos.
Pozo también estaba en Kilo 7 en ese momento, cumpliendo su sentencia por el presunto incidente de la caña de azúcar. Fue allí donde esos dos amigos se encontraron por primera vez.
Sus castigos podrán parecer severos, pero estaban alineados con los deseos del gobierno cubano de construir una sociedad libre de delitos, dice Granados.
‘Alienación y agotamiento’
Guerra dice que la actitud hacia la delincuencia afectaba desproporcionadamente a los cubanos negros.
“En ese panorama de peligro social, se ponía más la mira en la gente negra que en la blanca, porque hay una antigua creencia en Cuba de que la gente negra delinque naturalmente”, dice. “y así, a… finales de los años 60 y durante los 70, había campos de trabajo y escuelas que estaban preparadas para manejar a quienes el gobierno cubano llamaba “predelincuentes”, que resultaron ser un 80% negros. Eran chicos de corta edad — 12, 13, 14 — con un alto porcentaje de ausentismo en la escuela”.
Guerra dice que muchas de las familias a quienes esto estaba dirigido vivían en comunidades marginales y no siempre querían que el estado les estuviera diciendo lo que podían o no podían hacer.
“Si podían o no podían vender algo”, dice Guerra. “Si podían o no producir queso o jamón en su casa. Si podían o no adorar al santo que querían adorar.
Y la intrusión del estado en la vida de los habitantes de esas barriadas, o antiguos habitantes de esas barriadas, la mayoría de los cuales eran negros, da vuelta las cosas”, explica Guerra. “Y entonces la cultura misma y el contexto mismo son tales que crean una dinámica de factores de presión y alienación y agotamiento de todo esto para cuando llega 1980”.
La alienación y el agotamiento eran reales para personas como Rodriguez y Pozo.
A pesar de todas las promesas del gobierno, las personas quedaban tratando de sobrevivir y de mantener a su familia. Encontrar alimentos. Obtener dinero. Algunos habían visto a familiares irse a los EE. UU. y querían reunirse con ellos. La gente quería viajar y ver el mundo, pero no podía salir del país.
Algunos cubanos estaban cansados de la expectativa de que la sociedad sirviera a la revolución. Estaban empezando a darse cuenta de que la revolución no era para ellos, y querían irse.
En el próximo episodio de “Uprooted” (Desarraigados): Se acumulan presiones y los cubanos encuentran una salida a través de las paredes de una embajada en abril de 1980. Eso da lugar a que Ernesto Rodriguez y Rodosvaldo Pozo finalmente salgan de la cárcel y se dirijan al puerto de Mariel.
Nota del editor: Alyssa Allemand de WPR contribuyó a este reportaje.
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